Cultureta de pacotilla

El rincón cultural cotidiano

Levitando en Segovia

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Podemos imaginar a Alfonso X El Sabio, aquel hombre tan sabio como pedante y ególatra componiendo sus cántigas de amor en el Alcázar de Segovia, paseando por la Plaza Azoguejo o engrasando las puertas de su residencia con grasa de cochinillo. En esta ciudad románica de Castilla nada es casual, todo es medido, las cosas en su sitio, los turistas dan vida a la ciudad y sus gentes te ayudan cuando acabas preguntar a un turista dónde está una calle.

Es inevitable pensar en el acueducto cada vez que se habla de Segovia. Retumba en el tímpano la palabra como una avispa en verano y te quedas petrificado. La leyenda cuenta que hubo un pacto entre una aguadora y el mismísimo diablo. La primera, cansada de caminar por las callejuelas de la ciudad cántaro en mano, pactó con míster azufre que si hacía llegar el agua a la parte alta de la ciudad antes de que amaneciera, este tendría su alma. La joven criada, arrepentida rezó hasta el amanecer. Para su sorpresa, cuando el diablo iba a poner la última piedra para terminar la construcción el gallo cantó. La mujer se quedó con su alma, el diablo huyó, la ciudad tuvo fácil acceso al agua y los segovianos, contentos, pusieron juntos la última piedra. El poder de la pereza hizo de esta conjura uno de los mayores Patrimonios de la Humanidad y se apoderó de algunos de sus habitantes hasta el día de hoy.

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A ritmo segoviano

Mientras algunos pasean por las estrechas calles que llevan de la Plaza Mayor al Acueducto, pasando por Juan Bravo, otros “trabajan” en los bares colindantes. Y lo entrecomillo debido a que en cierta cafetería a la que fuimos a desayunar, aun siendo las únicas clientas en el lugar, los camareros se tomaron su tiempo en saludar.

Tras un chocolate con churros y el debido chute de cafeína mañanera, pusimos rumbo a la plaza de Aguejo para tocar las piedras del Acueducto, ritual, que al menos en las playas del norte, se lleva a cabo cuando se pasea por la orilla, si no se toca la piedra del final del camino el camino no ha servido. El frío arreciaba los mofletes rojizos al más puro estilo Heidi de modo que subimos las escaleras que te llevan a la Plaza Mayor de la ciudad. El sol iluminaba la Catedral de Segovia, tan románica como la parte antigua de la ciudad, y de la que cabe decir, guarda una de las mejores esencias castellanas de la comunidad. Sus piedras, hoy ya desgastadas por el paso del tiempo transmiten esa vejez llena de vitalidad que el alzheimer no borrará.

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Silencioso y lleno de sobriedad, a medida que te acercas a las inmediaciones del Alcázar las tiendas de souvenirs para los turistas incrementan su funcionamiento y las ofertas de bares-restaurantes con el menú del día hacen patente el ritmo vertiginoso de esta abuela. Como no, el Alcázar, residencia de tantos y tanto reyes se levanta sumiso y terroso en concordancia con su amiga la madre Naturaleza en medio de un paraje árido y terroso.

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Quise subir a la torre para observar la vista de Segovia como si de Águila Real se tratara. 152 escaleras, altas y estrechas en forma de caracol te separan de la tierra. “Ya te queda poco”, “ánimo que ya casi estás” o “pase usted primero” son las frases más sonadas en las escaleras. Casi sin aliento llegas a la cima, creyendo que has conquistado la torre, creyéndote Colón al divisar tierra americana. Sales y piensas: hoy mismo dejo de fumar y mañana me apunto al gimnasio. Observas al rededor y leyendo la mente de los allí presentes les sonríes y piensas “si, ya sé que tú también estás cansado” y con sonrisa, esta vez diabólica, apartas la vista.

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Al rico cochinillo segoviano

Tras una dura jornada de deporte hay que retomar fuerzas. Un lugar apto para estómagos crujientes es “El Narizotas” en la misma calle Juan Bravo. De madera y piedra, propio de una casa segoviana, los cochinillos no pasan demasiado tiempo en la pradera. Sus camareros, sonrientes incluso bajo la presión, hacen de la velada algo armonioso y silencioso. Con un menú a base de queso, alubión de la granja y jamón recién cortado como entrante, cochinillo como plato principal y ponche segoviano para aquellos golosos de la vida. Ese rico ponche, cremoso por dentro, dorado como la catedral por fuera. Pan, agua y vino. Y si tienes un poco de suerte, te han hecho esperar para sentarte en una mesa y has sonreido, tendrás un chupito por cortesía de la casa.

Armonía

Al ritmo de “Stela do día” Segovia se riega con la afluencia de los ríos Eresma y Clamores. Capital de provincia con poca condensación de gente, constituye una de esas ciudades ejemplares que no olvida su pasado románico. Sus habitantes, tranquilos, bonachones y serenos se retiran el domingo por la tarde, haciendo que todo aquel que esté en la calle sean los turistas. Como si de un gesto de amabilidad se tratara, el silencio y la tranquilidad se apodera de todo aquel valiente que se apresura a tomar una copa el domingo por la noche.

Tal vez tenga una idea equivocada o no haya pasado mucho tiempo recorriendo sus calles, pero es una de esas ciudades en las que dejaría el bolso en la mesa del bar y, tan solo cartera en mano pediría mi consumición.

Y por si fuera poco, cuando el sol se retira a descansar y la luna sale a protegernos de las malvadas pernoctas, la catedral se ilumina traviesa. Desde lo lejos se ve ese color oro que se realza con la oscuridad nocturna y te traslada a un pasado de reyes, de príncipes y doncellas que dormían plácidamente a la espera de que el sol resplandeciera para empezar un nuevo día. Así, con los ojos entornados en un gesto de ensoñación, creyendo que llevas la mantea y la combinación duermes como una auténtica segoviana. Poco a poco la luz de la mañana empieza a entrar por el rabillo de tus ojos mientras escuchas la voz de un señor que intenta despertarte. La hipnótica catedral hizo que te quedaras dormida en un banco y, ahora, a plena luz del sol sabes más de la historia de la ciudad que el mismo Alfonso X.

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Esta entrada fue publicada en 27 marzo, 2013 por en Sin categoría, viajes y etiquetada con , , , , , , , .

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